sábado, 7 de octubre de 2017

Antecedentes



   
       Ojeando el Libro de La Línea de mis Recuerdos de Enrique Sánchez-Cabeza Earle nos encontramos con estos antecedentes, que a continuación podéis leer y al que tituló 

SIETE LUSTROS ATRÁS:

Histórica y primitivamente, las ciudades surgieron o se fundaron por impulsos religiosos, alrededor de los templos; al pie de los muros de los castillos feudales o de las fortalezas, buscando ayuda y protección ante el temor de ataques de otros pueblos vecinos. En tiempos más cercanos, los intereses comunes en la explotación de la tierra, y en los más próximos, las necesidades de la industria determinan las aglomeraciones o concentraciones humanas que van dando vida a las ciudades que pueblan la tierra. Estos, generalmente, fueron los patrones que sirvieron para la creación de las ciudades.

A la vista de estas consideraciones, resulta curioso observar que La Línea surge de un modo esporádico, ya que no obstante su relativa corta existencia, sus historiadores o aquellos que han intentado investigar sus orígenes, no han logrado ponerse de acuerdo sobre este particular.

Descartado el motivo religioso nuestro primer templo, la Parroquia de la Purísima, es posterior a la existencia de La Línea como municipio independiente, los derivados de la explotación de la agricultura tampoco influyen puesto que con ésta nunca se pudo contar como una fuerza positiva ya que, de una parte, lo reducido de nuestro término municipal -veinte kilómetros cuadrados aproximadamente- y de la otra, la calidad misma de las tierras, en su mayor parte integradas por una considerable extensión de arenas movedizas, el producto que podía obtenerse de su cultivo, era ínfimo. La consideración más lógica y, por tanto, razonable, a juicio de Sánchez-Cabeza Earle, es la de que nuestro pueblo, como núcleo de población, surgió, de modo incipiente, a la sombra de la "línea de fortificaciones" que apoyada en sus extremos por los Castillos de Santa Bárbara y de San Felipe, dieron nombre a nuestro pueblo y elementos para su escudo. Y me inclino por este supuesto, porque el mismo hecho de que a lo largo de esta fortaleza acampasen durante largos períodos, tropas relativamente importantes en número, hace presumir que fueron surgiendo pequeños negocios –modestos comercios, cafés, tabernas, etc. - puesto que no se trataba de un ejercito en campaña a campo abierto, con líneas movibles, sino de una importante guarnición, durante largos períodos sedentaria, que tenía necesidad, en esos periodos, de una vida civil, como mínima exigencia humana.

Frente a estas consideraciones, pueden oponerse las razones de carácter militar que sirvieron durante muchos años para frenar el progreso de La Línea, como fueron, en los albores de nuestro pueblo, la prohibición de levantar edificaciones fijas y no permitir la construcción de vías de comunicación que nos acercasen, en las dos direcciones, al resto de España; en fin, por todas aquellas sutilezas de carácter estratégico que impidieron y siguen impidiendo, a nuestro pueblo crecer normalmente y desarrollarse con la fuerza que podía imprimirle el impulso creador de la gente emprendedora y aventurera, en la acepción positiva de esta palabra, que la fueron poblando cuando, pujada por la miseria, abandonaba sus amados terruños en busca de horizontes más propicios y aquí encontraban pan y vestido, techo y diversión honesta, a la sombra del Peñón que, aunque en manos extrañas y hostiles, tal vez muy a pesar de las propias intenciones del imperialismo británico, tan repugnante en su esencia como todos los de su misma naturaleza quede a salvo, para evitar erróneas interpretaciones, los sinceros sentimientos de solidaridad de Sánchez-Cabeza,  con las clases populares del pueblo inglés al que estaba unido por irrenunciables vínculos de sangre, de lo que se sentía orgulloso, prestó a España el gran servicio de salvar para ella el admirable potencial humano que se integró en la población que se convertiría, con el tiempo, sólo unos cuantos años bastaron para ello- en la ciudad noble y laboriosa que es hoy nuestra amada patria.

Fotografía cedida por Neville Chipulina


Fuese por una razón u otra, el hecho cierto es que nuestros pioneros aparecieron aquí y entonces, improvisando modestísimas viviendas de carácter rudimentario, casi primitivas, con trozos de árboles, manojos de juncos secos, tablas y láminas metálicas.

Luego, firmado el Tratado de Utrech, abandonado el sueño de la reconquista bélica del Peñón, establecidas, de forma precaria al principio, relaciones comerciales con la ciudad fortaleza vecina. La Línea futura iría surgiendo, titubeante, temerosa, insegura, consciente de su debilidad frente a tantos prejuicios como se alzaban ante ella. Y los sólidos muros de la fortaleza recién destruida, fueron sustituidos, con el tiempo, por una frágil alambrada que sólo cumplía fines de defensa fiscal, a unos centenares de metros del sólido enrejado con que el imperialismo británico, a la brava y abusando de una generosa y humana concesión de España, fijó los nuevos límites del territorio sustraído a la soberanía española.




Seccionando esa alambrada, el Gobierno español levantó las modestas instalaciones de la primitiva aduana y, próximo a éstas, irían construyéndose más tarde el cuartel de Ballesteros, el de Carabineros, el sólido edificio de la Comandancia Militar y el de su Cuerpo de Guardia, que de hecho fijaron -impusieron, sería, a juicio de Sánchez-Cabeza, el término más justó los límites de la normal expansión hacia el sur de la población que ya se presentía, pujante y arrolladora.

       Fue en esta área territorial, donde se produjo el "milagro". Porque sólo a milagro podría atribuirse el que, a pesar de la drástica disposición dictada desde Madrid el día 24 de julio de 1862, que prohibía construir y reparar las edificaciones de mampostería existentes en nuestro territorio municipal, disposición que fue derogada ocho años después -el 20 de julio de 1870-, resulta sorprendente que en 1869 los vecinos de la aldea de La Línea, al solicitar la segregación de ésta, del Municipio de San Roque, pudiesen afirmar que el nuevo núcleo de población estaba integrado por una decena de calles, un par de plazas y contaba con comercios, alguna industria y los servicios necesarios para una vida municipal independiente.

Si nos detenemos a considerar este hecho, precisamente ahora, en esta época de los "milagros" -el milagro español, el alemán, el japonés,. . . - no cabe duda que los linenses podríamos hablar de nuestro "milagro", que en realidad no es tal, sino el fruto de la tenacidad de aquellos antepasados nuestros, de su voluntad indomable, de su admirable decisión de ser e imponerse.

Y los milagros" seguirían produciéndose y así fue.

Cuando los muros de la antigua línea fortificada dejaron de ser baluartes contra el enemigo extranjero, para convertirse en dique que contenía, frenándola, la avalancha de legiones de inermes huestes que la desesperanza y la pobreza empujaron hasta aquí, en busca del pan y la sal que se le negaba o regateaba en sus lugares de origen y razones estratégicas y fiscales hicieron posible la insultante existencia del "Campo neutral" en aquel espacio de tierra de soberanía española indiscutible, los hortelanos que llevaban a vender en Gibraltar los productos de sus huertos  y los trabajadores que allí prestaban sus servicios, se veían obligados a recorrer los seis o siete centenares de metros que separaban "las puertas de La Línea” de la caseta de los "Primeros Inspectores", a campo traviesa por senderos polvorientos o fangosos, según la época del año y las condiciones climatológicas, nuestros abuelos llegaban, lamentable y forzosamente, a conclusiones deprimentes.




Allí estaban, codo a codo, a veces frente a frente, Inglaterra y España. El mal llamado "Campo neutral", cuya atención correspondía al Gobierno español, descarnado, desolado, cubierto de un débil pasto, surcado de norte a sur por una mal llamada carretera -en realidad algo más cercano a un camino de herradura que a un simple camino vecinal- intransitable la mayor parte del tiempo, incluso para los carruajes tirados por caballerías. Y del otro, "Puerta de Tierra" en manos de Albión, con una magnífica carretera flanqueada por arbolados andenes y, estos a su vez, por pabellones militares y cuidados jardines. Esta carretera, construida por los ingleses, servía para facilitar a los españoles que vivían de su trabajo o de sus modestas transacciones comerciales en el Peñón, un cómodo acceso a Gibraltar. La vida empezaba a ser para nuestros  compatriotas, menos dura, más humana, tan solo con dar el paso que separaba el "Campo neutral" de los terrenos de "Puerta de Tierra". Esta era una realidad evidente, palpable. No era una invención. Estaba allí, como del otro lado, del nuestro, doliéndonos, lacerándonos, también estaba allí, mostrando la torpeza del Gobierno de Madrid y la terquedad, fuera ya de época, de bus asesores militares, oponiéndose a la sustitución de la maltrecha, inservible, inoperante, carretera provincial, por una que cumpliese adecuadamente, cubriéndolas, las necesidades de nuestra población en sus, cada día, más importantes relaciones con la vecina plaza.




La lucha fue dura. Casi medio siglo de sacrificios, de perseverancia, de tenaz decisión en el empeño. No estaba sólo en juego un camino más o menos bien apisonado. La lucha se libraba, además, por algo más importante. Era España y su prestigio lo que también estaba allí en juego. No había lugar a desmayar. Y la batalla se libró, silenciosamente unas veces, a golpes de gargantas de gentes que sacrificaban todo -la libertad, junto con su bienestar y el de los suyos- gritando nuestra verdad, nuestra razón, exigiendo justicia, reclamando sensatez y auténtico patriotismo.

Y como en los bellos versos de Antonio Machado, tan magníficamente popularizados por Juan Manuel Serrat, "se hace camino al andar". Caminos de esperanza, simbólico, de conquista y de reconquista. Camino que lo material, comenzó por débil brecha, marcando surcos sobre una tierra no muy firme, que el tesón de muchos españoles honrados, laboriosos, salvados por la patria, endureciéndolo, apisonándolo con la firmeza de sus pasos y humedeciéndolo con el sudor de su frente, lo mismo en el verano que en el invierno en que el levante azota, impío, inclemente. Y luego, cada tarde, lloviese o ventease, acariciase la brisa o el calor mortificara todavía con sus últimos coletazos, nuestros padres, nuestros abuelos, seguirían "haciendo camino", cansados, después de la jornada agotadora, pero felices de volver al hogar, llevando consigo una libra de azúcar, un cuarterón de café, unas velas, un pan de "lata" -¿seguirán fabricándolo tan bueno? - y otros productos de idéntica naturaleza que, adquiridos en Gibraltar, contribuían a reforzar, por su baratura, la economía doméstica.




Y así, día tras día, los fundadores de nuestro pueblo y sus hijos y los compatriotas que desplazándose de los cuatro puntos cardinales de la geografía hispana, llegaron después, en ese diario ir y venir, algunos conscientes, muchos otros sin darse precisa cuenta de ello, pero todos firmes en su auténtico españolismo, que no quiere decir fácil patrioterismo de charangas sensibleras, estaban librando, sin ruido, silenciosamente, aquella gran batalla contra la estupidez y los prejuicios.

Sí; fueron muchos años de andar y desandar, "de hacer camino al andar". Pero, al fin, la voluntad y el empeño tesonero se impusieron, el camino dejó de ser brecha, tosco sendero de barro afirmado por el ir y venir de centenares, de miles, de decenas de miles de hombres honestos, de eficientes trabajadores, de admirables padres de familia, de fieles españoles, que si la necesidad les obligaba a alquilar sus brazos y su inteligencia a empresas extranjeras en tierra usurpada a la soberanía patria, a ésta regresaban cada tarde con el producto de su honrado trabajo, conscientes, además, que, a pesar de todas las injusticias y de tantas incomprensiones por parte de aquellos que jamás supieron llegar a la entraña de los hechos y mucho menos comprender la gran lección derivada de las circunstancias históricas, imponían sus condiciones, salvando para España todo lo que en aquellos momentos podía salvarse: la religión, la lengua, la cultura. . .

Porque gracias a aquellos españoles, trabajadores en Gibraltar, en la fortaleza inglesa, los gibraltareños, no importa cual fuese su origen, los Montegriffo’, los Ruggeri, Los Rizo, los Stagneto, los Rapallo, los Dudley, los Griffits, los Damato, los Hassan, los Serfaty, los Azaguri, los Benamor, los Cohén, los Levi y tantos otros, llegados de Italia, de Malta, del Norte de África y hasta, en algunos casos, de la propia metrópoli inglesa, el paso de los años, casi insensiblemente, la convivencia con los españoles que diariamente cruzaban la frontera procedentes de La Línea, habían acabado por imponerles su idioma, sus gustos, sus costumbres, sus aficiones. Y el idioma de aquel heterogéneo conglomerado que integraban la población civil gibraltareña, fue español, sus periódicos más importantes -"El Calpense" y "El Anunciador"- se escribían en castellano por periodistas españoles y todas las manifestaciones de la cultura -las artes y las letras- denotaban una decisiva influencia hispana.

Este fue, sin duda el más notable, por su alcance espiritual, de los logros obtenidos por nuestros antepasado en los siete lustros que antecedieron a la llegada a este mundo de la gente de la generación de Sánchez-Cabeza Earle, para la cual ya no fue motivo de asombro la maravilla del alumbrado eléctrico; muchas de nuestras calles habían dejado de ser insalubres arenales para lucir modestos empedrados que pronto darían paso a un más cómodo sistema de adoquinado; los pozos negros, que habían ido sustituyendo a las primitivas letrinas, transformándose, en otro paso más hacia el mejoramiento urbano, en las más modernas fosas sépticas.

Este era el pueblo, en su aspecto material y humano, el pueblo que nos habían preparado, en sus treinta y cinco años de lucha generosa y de fecundo trabajo, para recibirnos. Esta era, en perspectiva y difusa panorámica, la villa de La Línea en 1905, que ocho años más tarde nos enteraríamos alborozados, que don Alfonso XIII elevaría al rango de ciudad.


Para todos aquellos héroes anónimos, forjadores de este trozo de patria, que ellos supieron dignificar con el quehacer de cada día; para todos aquellos que nos legaron, como la más preciada herencia, el invaluable tesoro de su maravilloso ejemplo, mi gratitud y devoción, de linense y de español.


Tomas y Sitios a Gibraltar

Toma de Gibraltar (1275), conquista de la ciudad por los benimerines.
Toma de Gibraltar (1294), conquista de la ciudad por los nazaríes.
Toma de Gibraltar (1309), conquista de la ciudad por los castellano-leoneses al mando de                                                                  Fernando IV de Castilla y Alonso de Guzmán.
Sitio de Gibraltar (1313), un infructuoso intento benimerín por reconquistar la ciudad.
Toma de Gibraltar (1333), conquista benimerín de la plaza.
Sitio de Gibraltar (1333), un infructuoso intento castellano-leonés de recuperar la plaza.
Sitio de Gibraltar (1349-1350), un infructuoso intento castellano-leonés de recuperar la plaza, en el                                                           transcurso del cual murió Alfonso XI de Castilla.
Toma de Gibraltar (1374), conquista nazarí de la plaza.
Toma de Gibraltar (1411), victoriosa reconquista nazarí de la plaza, tras rebelarse contra su dominio.
Sitio de Gibraltar (1436), un infructuoso intento castellano de recuperar la plaza.
Toma de Gibraltar (1462), por los castellanos al mando de Alonso de Arcos.
Toma de Gibraltar (1467), por el Duque de Medina Sidonia.
Sitio de Gibraltar (1506), por el Duque de Medina Sidonia.
Saqueo de Gibraltar (1540), por Barbarroja.
Toma de Gibraltar (1704), conquista angloholandesa de la plaza en nombre del Archiduque                                                              Carlos,  en el transcurso de la Guerra de Sucesión Española.
Sitio de Gibraltar (1704-1705), un infructuoso intento franco-español de recuperar la plaza, en el                                                               transcurso de la Guerra de Sucesión Española.
Sitio de Gibraltar (1727), un infructuoso intento español de recuperar la plaza, en el transcurso de                                                    la  Guerra anglo-española de 1727-1729.
Sitio de Gibraltar (1779-1783), un infructuoso intento español de recuperar la plaza, en el                                                                          transcurso   de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos.

Durante estos asedios y sobre todo desde 1704 se fueron instalando en esta zona diferentes, vendedores, ganaderos y sobre todos hortelanos para surtir a las tropas que asediaban la Plaza. Estos labradores, no sabían que no solo estaban labrando la tierra sino que estaban labrando el nacimiento de una Aldea la que es hoy la Ciudad de La Línea de la Concepción.
Pero ahondemos un poco mas en esos comienzos entre 1730 y 1810 y para ello nos iremos esta vez al libro de Francisco Tornay de Cozar titulado,  La Línea de Gibraltar. 173-1810 (Origen Histórico militar de La Línea de la Concepción)



«La Línea de Gibraltar» indudablemente nace como consecuencia de la pérdida de Gibraltar en 1704, cuando en aquel mismo año el Rey de España Felipe V ordenaba al Marqués de Villadarias, a la sazón capitán general de Andalucía, que pusiera sitio a dicha plaza para rendir a los ingleses que la habían ocupado sin estar en guerra con España. Fracasado este primer intento de recuperar la plaza, el ejército español levanta el asedio; sin embargo, a fin de vigilar el istmo y oponerse a una posible invasión del resto del territorio, establece una guarnición permanente en esta zona y crea el Gobierno Militar del Campo de Gibraltar, primeramente con sede en San Roque y posteriormente en Algeciras.

En esta situación de vigilancia constante y cuando ya han transcurrido veintitrés años —esto es, en 1727— y declarada la guerra entre España e Inglaterra, en febrero de dicho año Gibraltar es sitiada nuevamente. Este bloqueo y ataque a la plaza sólo dura cinco meses, con un resultado negativo para la causa de la corona española. Y quedaron suspendidas las hostilidades mientras se procedía a las negociaciones del Tratado de Sevilla de 1729, por el que se confirmaba la posesión de Gibraltar por Inglaterra, ya cedida por el Tratado de Utrecht de 13 de julio de 1713.

Los ingleses, más fortalecidos que nunca en su posesión colonial de Gibraltar, casi inmediatamente inician una política de expansionismo fuera de los límites de la fortaleza, que el tratado de Utrecht tan claramente específica, que son las mismas murallas de la plaza. Pero llamados al orden por el gobierno español, ellos alegan, según el representante de Inglaterra en Madrid, Mr. Keene, los argumentos de que cuando se cede una plaza fuerte, se cede al mismo tiempo todo el territorio que cubre la artillería de la fortaleza. En consecuencia, y para salir al paso de las pretensiones británicas de dominio sobre el istmo, España recurre a una medida de singular importancia: La construcción de una plaza fuerte en esos terrenos del istmo que une Gibraltar con la península, aprovechado para ello las numerosas fuerzas militares españolas que guarnecen dicho istmo. Esta plaza fuerte, que se conoce como «Línea de Gibraltar», comienza a construirse exactamente en 1731, y de ella, como ya hemos indicado anteriormente, es originaria la actual Línea de la Concepción, a cuyo frente se destinó como Gobernador a un Brigadier General de los ejércitos españoles, subordinado al Comandante general del Campo de Gibraltar con su Cuartel General en San Roque.

La construcción de esta línea fortificada, aunque España estaba en su derecho soberano sobre el territorio del istmo, alarmó al Gobernador Militar inglés de Gibraltar, quien de inmediato pidió a su gobierno en Londres que obligase a España a suspender los trabajos de construcción de dicha «Línea», pero al no tener éste argumentos válidos que exponer a España, no atendió la petición del gobernador. De esta forma, ambas fortalezas se mantuvieron frente a frente con el statu quo de un campo neutral, tramo del istmo entre dos plazas fuertes, hasta la Guerra de Independencia de los Estados Unidos de América. Declarada una vez más la guerra entre España e Inglaterra en junio de 1779, da comienzo un tercer sitio de Gibraltar. Y un ejército español al mando del General Álvarez de Sotomayor y escuadra naval, mandada por el Almirante Barceló, intentan rendir la plaza por hambre y fuego de artillería. Pero defendida inteligentemente la fortaleza por su Gobernador inglés, general Sir. George Augustus Elliott, resiste ésta todos los ataques y bloqueo terrestre y marítimo durante cuatro largos años, después de haber roto el bloqueo por mar y rechazar los ataques por tierra de las fuerzas hispano-francesas, últimamente mandadas por el Duque de Crillón. Ante este nuevo fracaso, el Rey de España Carlos III ordena levantar el sitio el 3 de septiembre de 1773 y se ve obligado a firmar el Tratado de Versalles, otra vez con la susodicha ratificación del Tratado de Utrecht, que como una pesadilla seguiría empañando la dignidad nacional española. No obstante, las fortalezas de la «Línea de Gibraltar» continuarían intactas durante más de 20 años, cerrando toda comunicación terrestre con Gibraltar.

En estas circunstancias se produce la invasión napoleónica de la península Ibérica a principios del siglo XIX y ya Francia en guerra con Inglaterra, España firma una alianza de mutua defensa con Inglaterra, a fin de combatir a los ejércitos de Napoleón Bonaparte. Los ingleses, como siempre, no pierden el tiempo, y una de las primeras medidas que toman en Gibraltar es la voladura de las fortificaciones españolas de «La Línea», con el pretexto de que esta fortaleza podría caer en poder de los franceses que, por aquellas fechas de 1810, se aproximaban al Campo de San Roque. Y el resultado de dicha demolición no pudo ser más propicio para los viejos planes británicos de expansionarse por el istmo, al quedar eliminada la barrera militar que durante tantos años había cerrado el camino hacia el Norte, que tanto había preocupado a los gobernadores ingleses de Gibraltar.

Tras el segundo sitio de Gibraltar, en el año 1729 poco antes de la firma del Tratado de Sevilla, y hasta un año después de dicha firma, las numerosas fuerzas militares españolas que habían participado en el  asedio de la plaza de Gibraltar en 1727, aún se encontraban acampadas en el istmo y sus contornos, aunque, eso sí, ya retiradas de sus trincheras y posiciones junto a la base del Peñón y alojadas en barracones instalados más a retaguardia. Estas fuerzas se encontraban al mando del Conde de Montemar por ausencia del Conde de las Torres; fue entonces cuando dichas fuerzas comenzaron a trazar una línea fortificada para cerrar el istmo de mar a mar, un valladar defensivo que pasado el tiempo, como más adelante veremos se llamaría «Línea de Gibraltar».

En el año 1730 ya el Rey de España Felipe V muy enfermo, la Reina doña Isabel de Fernesio, que en realidad era la que gobernaba, comenzó a sentirse preocupada por la creciente tirantez en las relaciones con las potencias de Europa. Y porque varios sucesos y violaciones de lo tratado habían ocurrido en Gibraltar, como la de dar amparo y proteger a varios buques corsarios moros por órdenes expresas de su Gobernador Clayton. Y como la protesta de Joseph Sabine, nuevo gobernador de Gibraltar en 1730, de que era una humillación infamante para el Rey Jorge II, tener que pedir autorización cada ocho días, para que se abriera la comunicación por tierra con España. También las confesiones británicas de que se utilizaba Gibraltar como centro de comercio de contrabando. Y la manifiesta preocupación británica por la construcción de la citada línea fortificada española en el istmo, expresada en el siguiente escrito: «Keene estaba muy preocupado por lo que pudiera suceder. Le inquietó enterarse de la presencia en San Roque y Algeciras del ingeniero militar, hijo del célebre Marqués de Verboom. Por lo que pidió al Marqués de la Paz le diera explicaciones, recibiendo de este la respuesta seca de que: «El Rey de España era dueño de hacer lo que considerara adecuado en sus propios territorios».

El Marqués de la Paz, no hizo caso de la impertinente advertencia de Keene, de que la construcción de fortificaciones en la zona, lo que según él explicaba la presencia de Verboom, encolerizaba al pueblo de Inglaterra contra España. De lo que ahora se trataba era de la construcción de una muralla con reductos o fuertes que pudieran alojar baterías fijas de apoyo. Se fijarían a una distancia de unas 700 toesas, es decir, a 1.400 metros del Peñón. A este respecto el 8 de diciembre de 1730, Keene informó nuevamente a Newcastle:

«He renovado mis peticiones al señor Patiño (subsecretario de Estado), sobre este asunto en la forma más enérgica, y le he acusado de haber iniciado las hostilidades al abrirse camino, dentro del alcance de un tiro de cañón desde Gibraltar...».

Contestó a mis quejas que la Línea que se estaba formando en Gibraltar estaba detrás de las barracas que ellos poseían desde la suspensión de las hostilidades y que está en territorio del Rey de España y que por ello tenía tanta libertad de ganar terrero allí, de la misma forma que nosotros proseguíamos nuestras obras en Gibraltar, «donde piensan que estamos montando una batería de tiro horizontal». Keene quería comprobar si la muralla estaba dentro del alcance de un tiro de cañón; afirmaba que su construcción era un acto de hostilidad. Patiño, contestó «que se trataba de una barrière, no sólo frente a nosotros, sino frente a los moros que podían penetrar en España por Gibraltar, que estaban en continuo comercio con nosotros». Keene contestó «que contra los moros, servirían de la misma forma unos centinelas» cerca de media legua más atrás.

Esta reclamación, para gran sorpresa de Patiño, se hizo oficial en mes de mayo siguiente. Keene le visitó dos veces el día 16 para informarle que el gobierno británico no toleraría la situación; la línea de murallas tenía que ser destruida; no se debería permitir que tropas españolas estuvieran dentro de un radio de 2.500 toesas de Gibraltar. Patiño replicó nuevamente contra la pretendida distancia de 5.000 yardas que, decía, les situaría al otro lado de San Roque y que era la más injusta pretensión que podía imaginarse, cuando, según el tratado de Utrecht, no debía haber ninguna jurisdicción territorial. Reafirmando la interpretación española de la cesión de Gibraltar, la ciudad y la fortaleza y nada más; todo el terreno «hasta el glasis» permanecería español.

En cuanto a la demolición de los trabajos que se están realizando actualmente, debo tener la plena seguridad... (Keene proseguía en su largo informe a Newcastle) de que si el universo entero cayera sobre el Rey para hacerle desistir de ello, antes se dejaría cortar en pedazos que consentirlo, ya que había considerado plenamente su derecho evidente al territorio donde estaban construidas, y también podríamos pretender hasta Cádiz, en virtud de nuestros tratados en cuanto al trozo de terreno donde estaba la línea; que estuviera más lejos de un tiro de cañón disparado horizontalmente (punto en blanco), que es todo lo que podíamos pedir con justicia».

Patiño no quiso correr el riesgo de provocar la ira del Rey comunicándole una petición tan ultrajante... Keene, presionado por Londres, visitó al superior de Patiño, Marqués de la Paz: «ni puerto, ni tropas, ni guardas o centinelas o patrullas que estén dentro de las 5.000 yardas. El Marqués informó de ello al Rey a quien, según se desprende del informe de Keene a Newcastle, no le hizo gracia y envió a Keene una contestación oficial, en términos diplomáticos, no sin antes haberle reconvenido sobre los trabajos españoles de defensa».

No podía ordenar al Rey de España lo que podía o no hacer en sus propios territorios y menos aún con modales tan humillantes, por lo que: «En Real Orden de 2 de noviembre de 1730, comunicada por el gobierno de S. M. al director de Ingenieros, don Isidro Próspero de Verboom, se le mandó construir las fortificaciones que con efecto se construyeron, desde el campo frente a Gibraltar hasta Puntamala; y al explicarle el pensamiento que movía al gobierno español a tomar esta disposición, se le dijo que no era sólo el cortar la comunicación de tierra con la plaza, sino señorearse de la bahía para evitar que los buques ingleses pudiesen anclar fuera de los muelles del Peñón, porque si se toleraba esto por falta de fortaleza española se acabaría por reclamarlo como derecho. Prevención previsora, cuyo fundamento ha justificado lo ocurrido después de la ruina de los fuertes de Santa Bárbara y San Felipe (19).

Como se anota más arriba la Real Orden de 2 de noviembre de 1730, venía a ejecutar un proyecto que diez antes en 1720, presentara a Felipe V el muy experto ingeniero militar belga Marqués de Verboom al servicio de la Corona de España.

Jorge Próspero de Verboom, nació en Amberes en 1665, era hijo de Cornelio que murió en los Países Bajos, siendo ingeniero mayor de los ejércitos del Rey de España. Próspero de Verboom realizó en 1702 algunos trabajos para el célebre Vauban (ingeniero militar francés). En 1703 solicitó del Rey Felipe V volver al servicio activo y en diciembre de 1709 fue ascendido a Teniente General de los Reales Ejércitos y poco más tarde Ingeniero General del Ejército. Por cierto que en los reales decretos de Felipe V, después del preámbulo se lee lo siguiente:

«He resuelto elegiros y nombrado Ingeniero General de mis Ejércitos, plazas y fortificaciones de todos mis reinos, provincias y Estados en cualquier parte que sea y os hallarais, dándoos y concediéndoos todas las honras y exenciones que os pertenece por razón de derecho puesto, el cual os he conferido para que atendáis a todas las funciones que se ofrecieran en este cargo, tanto en mis ejércitos como en los sitios de plazas, ciudades, villas, puertos de mar y de tierra, presidios, castillos y otro cualquier puesto, ocupados por los enemigos, donde os emplearéis en dirigir los ataques, bombardeos, formar líneas de “circunvalación” y “contravalación” cuando fuera necesario y ordenar las trincheras, baterías y demás obras que hallaréis convenir para reducirlas a nuestra obediencia, como asimismo hacer y ordenar las disposiciones para la defensa cuando el caso lo requiera, corriendo de vuestra dirección todas las fortificaciones que se hicieran en sus plantas y proyectos para hacer nuevas plazas, mudar o añadir fortificaciones a las antiguas, extinguir y deshacer las inútiles, para que yo pueda hacer juicio de ellas y daros órdenes que convinieran a mi servicio, y para mayor bien y ventajas de mi servicio, y a este fin, os encargo y mando hagáis examen de los ingenieros que se presentaran para entrar a mis servicios y ejercer este empleo dando los testimonios según el momento e inteligencia en este arte, para que sepan ejecutar las obras en la forma y realidad que requiere dicho arte y fabricar de ellas».

En 1710 Verboom propone al Rey un plan para organizar a los ingenieros que aprueba Felipe V, creando en abril de 1711 el Cuerpo de Ingenieros Militares Español. En 9 de enero de 1727 Verboom es nombrado Vizconde de Mienvorde, título que es anulado en esa misma fecha y se le otorga el de Marqués de Verboom, pero un mes después en febrero del mismo año de recibir tales honores, el Rey de España decide recuperar la plaza de Gibraltar que había perdido en 1704. Y en 1728 ya existían ingenieros calificados y con sus correspondientes categorías, pero hasta 1756 no recibirían sus asimilaciones y graduaciones militares. Durante el sitio de Gibraltar en 1727 Verboom es nombrado Ingeniero General para ese ejército, pero no pudo entenderse con el General en Jefe Conde de las Torres, pues entendía éste atacar por tierra y Verboom opinaba que debía hacerse por mar. Entonces, Verboom regresó a Madrid y fue reemplazado por el ingeniero don Antonio Montagut; luego se demostró que Verboom tenía razón, ya que al llevarse a cabo los planes del Conde de las Torres se sufrió una humillante derrota ante Gibraltar. Verboom estuvo enfermo largo tiempo, y en febrero de 1731 se instaló en la Ciudadela de Barcelona donde falleció el 19 de enero de 1744.

Verboom supo imprimir al Cuerpo de Ingenieros Militares, las cualidades de lealtad, disciplina, probidad, amor al estudio y a la profesión que desde entonces le ha distinguido. El 17 de noviembre de 1731 fue nombrado Capitán General de los Reales Ejércitos (director general del Cuerpo de Ingenieros) y su recuerdo y su obra quedó impresa en la Comandancia General de San Roque, en cuya ciudad moriría 58 años más tarde su nieto don Enrique Luis Lotzen y Verboom, Marqués de Robén, recibiendo sepultura en la Iglesia Castrense y trasladado más tarde a la de Santa María Coronada de dicha ciudad: «El Marqués de Robén. Este distinguido caballero nació en Barcelona, murió en San Roque y su cadáver fue sepultado en la referida Iglesia Castrense. Era hijo de don Lotario Lotzen de Auvech y doña Catalina de Verboom; nieto del Excmo. Teniente General de Ingenieros, don Próspero de Verboom, que trazó y dirigió la Línea de Gibraltar y demás fuertes adyacentes; también trazó el Castillo de Figueras. El Marqués de Robén era Noble inmediato, libre del Sacro Romano Imperio. Sus restos mortales fueron exhumados de la sepultura en que yacían en la Castrense y trasladados a la Parroquia como igualmente la lápida que los cubrían y lo colocaron delante del altar de la Divina Pastora que está al lado del Altar Mayor donde se canta el Evangelio...».

En la iglesia Santa María Coronada en San Roque, existía una lápida cuya inscripción es la siguiente: «Aquí yace don Enrique Luis Lotzen y Verboom, Marqués de Robén, Caballero de la Orden de Santiago, Administrador de Lopera en la Calatrava, Teniente General de los Reales Exércitos y Comandante General del Campo de Gibraltar, sirvió al Rey 53 años. Su celo, piedad, prudencia, amabilidad, decoro y caridad hacen muy recomendable su memoria. Murió el día 8 de abril del año 1789 a los 66 años y 6 meses de edad. Rueguen a Dios por su alma para que Requiescat in pace. Amén».

TERCER O GRAN SITIO DE GIBRALTAR 1779-1783

En 1773, el Gobernador Militar de Gibraltar, general Robert Buyd, en el acto de colocación de la primera piedra del King’s Bastión (Bastión del Rey), expresó su esperanza de que lo vería desafiando a las fuerzas combinadas de España y Francia. Así fue efectivamente el King’s Bastión, una de las fortificaciones más poderosas construidas por los ingleses en Gibraltar. Fue un desafío y una advertencia para cualquier ataque que España pensara dirigir por la parte de la Bahía de Poniente. Pero lo más sorprendente de todo era que mientras ellos construían tan poderoso bastión en Gibraltar, los españoles no podían montar ni un solo cañón en su propio territorio, que los ingleses no denunciaran con el mayor cinismo porque decían que significaba un acto de hostilidad hacia aquella fortaleza. Mientras que por otra parte los británicos Cárter y Dalrymple podían viajar libremente por toda España, como así lo demuestra su libro: «Viaje por España y Portugal 1774-1776». Como también en aquellos años, la guarnición de Gibraltar era reforzada con tres regimientos de Haunover, unidades en las que Jorge III de Inglaterra tenía gran confianza. Pero el refuerzo de mayor importancia que la guarnición de Gibraltar pudo recibir en 1777, fue precisamente la designación del General Jorge Augusto Elliot como Gobernador Militar de la misma, como luego se pudo demostrar cuando España sitió a la plaza dos años después.

«Era completamente distinto a todos los que le precedieron, tanto por su modo de ser como por sus antecedentes. Tenía entonces algo más de sesenta años, y era el más joven de los nueve hijos de un terrateniente escocés. Había estudiado en la Universidad de Leyden y en la academia francesa de Ingenieros Reales. Debido a ello hablaba correctamente el alemán y el francés. Había servido en el ejército prusiano. En el británico fue primeramente oficial de infantería, luego sirvió en los Granaderos Montados, y en 1759 fundó su propio regimiento de caballería, «La Caballería de Elliot».

Nombrado segundo jefe de la fuerza que tomó «La Habana», destacó de forma particular «...por su proceder desinteresado y por poner coto a los horrores de los saqueos indiscriminados que se hacían». Era un hombre al que admiraban amigos y enemigos, «un soldado de gran integridad en su conducta» (decía Ayala). Uno de sus subordinados, escribió de él, no sin alguna enquiña: «Es, tal vez, el hombre más obstinado de este tiempo. Es vegetariano y sólo bebe agua. Nunca se permite comer carne o beber vino. Nunca duerme más de cuatro horas seguidas; así que esta levantado más tarde y más temprano que ninguno; se ha acostumbrado tanto a la vida dura, que las cosas que parecen difíciles o penosas para los demás, son cosas corrientes para él tornándose agradables. No sería fácil rendir a un hombre así por hambre, ni fácil cogerlo por sorpresa. Apenas tiene necesidades y su vigilancia no tiene precedentes».

En 1777 la tensión entre España y Gran Bretaña aumentaba por momentos, pues Gran Bretaña tenía noticias de la llegada a España en dicho ano del abogado virginiano doctor Arthur Lee, como representante no oficial de las Colonias Americanas que se habían rebelado, así como de las compras efectuadas por Lee en Bilbao de equipos militares. Desde finales de 1778, la vida en Gibraltar seguía poco más o menos como antes; las relaciones entre el gobernador de Gibraltar y el del Campo de San Roque se mantenían cordiales y familiares de oficiales de la guarnición residían en San Roque y Los Barrios. El día 19 de junio de 1779 el general Elliot se trasladó con un grupo de oficiales a San Roque para felicitar a don Joaquín Mendoza Gobernador del Campo, que había ascendido a Teniente General; «Los recibió muy fríamente y no invitó a nadie, a excepción de nuestro gobernador, a tomar chocolate y alguna otra cosa, lo que nos hizo suponer que entonces le habían insinuado algo de la ruptura que iba a producirse».

Dos días más tarde, Mendoza informó a Elliot que «acababa de recibir órdenes de su Corte, de interrumpir todas las comunicaciones terrestres y marítimas con Gibraltar, lo que fue llevado a efecto inmediatamente; el día 22, todos los súbditos británicos que se encontraban en las cercanías de San Roque, incluso niños afectados de viruela, fueron enviados a la guarnición; pero aquellos que se encontraban más lejos y que no podían regresar ese mismo día, ya no lo pudieron hacer y fueron obligados a trasladarse a Portugal.

Carlos III tenía gran ilusión en recuperar las usurpadas plazas de Gibraltar y Mahón perdidas a principio de siglo, aparte de la enquiña que sentía y no sin razón contra Gran Bretaña la eterna vejadora de España. Durante la insurrección de las Colonias Norteamericanas, España que por sus intereses en aquel continente debería haber sido la primera en frenar las ideas emancipadoras en el Nuevo Mundo por sus pactos de familias con Francia, se vio en la encrucijada de tener que ayudar a ésta y, al mismo tiempo, defender sus intereses en aquellas tierras. Entonces Carlos III piensa que una política acertada sería la de mantenerse al margen del conflicto y ofrecerse como mediadora entre Inglaterra y sus antiguas colonias. Ofrecía el Rey su mediación basada en tres cláusulas, las cuales fueron rechazadas de plano por Inglaterra, ya que la primera de ellas establecía una tregua de veinticinco años entre los sublevados y la metrópolis para arreglar sus diferencias, lo que equivalía, a una previa concesión de su independencia. Fracasados estos intentos mediadores se expresaba así Florideblanca: «Vuestra Majestad sabe también todos los esfuerzos, pasos, memorias y trabajos que hice, de su orden, para evitar aquel rompimiento y, después de sucedido, lo que repetí para lograr una reconciliación y restablecer la paz bajo la mediación de Vuestra Majestad, que aceptaran ambas potencias. Todo el tiempo que se consumió en estas negociaciones sirvió para aumentar Vuestra Majestad sus prevenciones y armamentos, hacerse respetar, y obrar con ventajas en el caso de no tener efecto los deseos pacíficos de Vuestra Majestad, y ser preciso, como fue venir una declaración de guerra».

Pronto se advirtió que el intento de arreglo entre Francia e Inglaterra no era viable. Convencido de ello Florideblanca, decidió pactar con Francia, firmándose en Aranjuez el día 12 de abril de 1779, un tratado de alianza, defensiva y ofensivo, en cuyo artículo 7.° se apuntaba lo siguiente: «El Rey Católico por su parte, entiende adquirir, por medio de la guerra y del futuro tratado de paz, las ventajas siguientes: 1.°: La restitución de Gibraltar...» Y en 9.°: «Sus Majestades Católicas y Cristianísimas prometen hacer todos los esfuerzos para procurarse y adquirir todas las ventajas arriba especificadas y, de continuarlas, hasta que hayan obtenido el fin que se proponen, ofreciéndose mutuamente no deponer las armas ni hacer tratado alguno de paz, tregua o suspensión de hostilidades sin que, a lo menos, hayan obtenido y asegurado respectivamente la restitución de Gibraltar y la abolición de los tratados relativos a las fortificaciones de Dunquerque, o, en defecto de este, otro cualquier objeto de la satisfacción del Rey cristianísimo».

El 16 de julio de 1779, España declara la guerra a Gran Bretaña y Carlos III solicita de sus expertos generales y políticos sugerencias de cómo tomar la plaza de Gibraltar y casi inmediatamente surgieron proyectos de todas clases hasta un número de 69: «El Conde de Aranda que no era un neófito en asuntos militares, que se pusieran a la entrada de los fondeaderos escollos subácueos artificiales, donde tropezarán los muchos buques aventureros que iban en socorro de los ingleses...» «El Conde de Estaing, creyendo necesario desistir de la toma de la plaza por la fuerza o por hambre, inclinábase a proceder de suerte que se disminuyera su precio, para trocarla con más baratura por otra plaza o dinero efectivo. Consiguientemente, aconsejaba construir a la orilla del Mediterráneo y costeando el Peñón lo más posible una línea de aproche con baterías de morteros para disparar bombas cuya parábola pasara por encima de la montaña, sin dejar ninguna de sus partes, ni la ciudad ni el puerto, al abrigo de estragos; con lo cual, y con el espaldón construido muy al alcance de la plaza y con soltar en tiempo oportuno brulotes contra los navíos y de los barcos cañoneros, bombas y balas rojas, se verían obligados los ingleses a campar al raso y entre peñas, se les aumentarían las fatigas y vendría a ser Gibraltar la fortaleza más molesta de todo el mundo».

El Teniente General don Silvestre de Abarca juzgaba a Gibraltar inconquistable por tierra, aunque a su modo de ver tenía un gran flanco por mar para rendirlo sin pérdida muy grave. Partiendo de ese supuesto entendía don Silvestre de Abarca que el bloqueo presentaba dos objetos de suma importancia: la conquista de la plaza por capitulación de sus defensores, o la destrucción de la escuadra inglesa si se aventuraba a socorrerlos. Para todo convenía elegir los meses de junio, julio y agosto, durante los cuales dispararían las baterías avanzadas desde la línea contra las dos terceras partes de la montaña y de la ciudad que estaban a su alcance, mientras el Jefe de Escuadra Barceló, con sus navíos, las lanchas cañoneras y ocho bombardas, cada una con dos morteros a placa, bordeaba todo el recinto y bahía y, derribaba el torreón que libertaba al Muelle Viejo de ser enfilado y los baluartes de menos resistencia; llevando 1.000 hombres de los voluntarios de los presidios y al descubierto buen número de escalas para cualquier accidente y para mantener a la tropa situada en un continuo ejercicio y sobresalto. «Así el incendio de la ciudad, la ruina de sus casas y almacenes, el no hallar la guarnición paraje alguno libre del efecto de las bombas y de los múltiples rebotes de las balas, el consumo y malogro de muchos víveres y utensilios, serían motivos suficientes para que el gobernador clamara a su Corte por socorros, y aún llamara a la capitulación, si no le llegaba al cabo de sesenta u ochenta días de ataque, en que había consumido todas o la mayor parte de sus municiones. Si el Ministerio Británico por acallar las voces populares, pretendía hacer mayor esfuerzo para auxiliar la plaza, necesitaría combatir antes con los navíos españoles y franceses, que estarían cruzando en los citados meses de verano a la boca del Estrecho, entre Cabo Espartel y Santa María; las fuerzas marítimas de Barceló podrían apresar las embarcaciones de transporte que intentarían penetrar hasta la plaza, destacándose de la escuadra en tiempo de entrar en combate y una vez interceptado el socorro, la rendición de Gibraltar no se daría mucho».

También redactó un proyecto don Diego Bordick, uno de los ingenieros directores durante el sitio de Gibraltar de 1727 (36). Otro proyecto, «como el de levantar en La Línea una fortificación enorme, desde cuya eminencia fuera posible batir la plaza de alto y bajo y, como el de rellenar las bombas de una materia tan horrible mefítica que, al reventar, emponzoñaran con sus exhalaciones y pusieran en fuga a los sitiados». «Aranda que no era ignorante en asuntos militares, siempre había sido partidario de una acción para recuperar Gibraltar y, afirmaba que la forma de hacerlo era invadir la Gran Bretaña con 80 batallones de infantería y 50 escuadrones de caballería con artillería de apoyo. La Gran Bretaña tenía ocho batallones en Irlanda y 21 en la propia Inglaterra. España sólo podía reunir de 60 a 70 batallones y Francia un número quizá mayor. El ejército español estaba formado, principalmente, por campesinos acostumbrados a trabajar; duros, resistentes, abstemios, patriotas, bien alimentados y vestidos. Su disciplina era buena (juicio de Dalrymple). España poseía 62 navíos de alto bordo. De una manera general, sus tripulantes eran insuficientes y los artilleros, en particular, no estaban lo suficientemente entrenados y sus oficiales incompetentes o de mucha edad (Luis de Córdoba y Córdoba tenía ya setenta años) y muy propensos a tener sus puntillos de honor; pero los barcos eran excelentes y muy admirados, temidos y apreciados por los marineros británicos. Francia tenía 73 navíos de alto bordo, de los cuales 60 en aguas europeas. Francia y España podían haber formado una flota más que suficiente para aniquilar a la Armada Real en el Canal de la Mancha y desembarcar en Gran Bretaña un ejército aún más numeroso. En vez de ello fueron diseminadas sus fuerzas en muchos frentes y sin ninguna coordinación entre ellas.

Entre julio y septiembre había realmente un ejército de 50.000 hombres preparados el Le Havre y St. Maló y una flota hispano-francesa de 65 navíos de alto bordo cruzaba a lo largo del canal para impedir el envío de tropas a América; pero para obligar a la Gran Bretaña a devolver Gibraltar y Menorca, que era lo que el pueblo español deseaba para ir a la guerra, era una maniobra sin ninguna utilidad. Ciertamente aparte del plan de Aranda, hubieron otros proyectos de mucha imaginación, pero en realidad Carlos III no había captado bien algunas de estas ideas al enviar miles de soldados y centenares de armas a la zona. Sostenía además que cada uno de los cañones en el Peñón, particularmente los situados en «Willis» (o Ulises, como le llamaban los españoles) valía, sólo por su situación, por dos, por lo menos, de los cañones situados abajo en el istmo.

«Creo que la reconquista por un ataque frontal es moralmente imposible. Verboom, Montaigut y Bordik, lo consideraban ya una locura en 1727. ¿Qué diría hoy cincuenta y dos años más tarde durante los cuales el enemigo no ha dejado de mejorar sus baterías en cada roca del Peñón y han profundizado y perfeccionado el sistema de inundación?.
                                                     
Abarca sugirió que unos 136 cañones y 60 morteros debían mantener distraídos a los cañones y defensores de la cara Norte del Peñón, mientras que un pleno apoyo naval de 120 cañones del 24, montados sobre viejos armazones y morteros sobre balsas deberían atacar las defensas costeras del Sur y, después de silenciarlas, podrían penetrar 50 balsas de desembarco de infantería y otras ocho con cañones de a 24.

Green disponía de 43 cañones en Rosia Bay (Bahía del Rosia) y 32 en Punta Europa. Es muy posible que el fuego concentrado de 120 cañones de a 24, más apoyo de la artillería de los navíos de alto bordo pudieran haber abatido a los defensores de uno u otro de estos puntos y permitido, tal vez, establecer una cabeza de puente. La flota española podía haber concentrado para mantener abiertas las líneas de comunicaciones e impedir la llegada de cualquier fuerza de socorro, si los defensores del interior de la cuidad prolongaban el combate. Este plan tenía la virtud que no requería nada que no estuviera ya disponible. Pero Carlos III le pareció muy simple, el hecho de que fuera de un español, y tal vez esa fuera la causa que no le diera importancia. Pero dio preferencia a la obra del ingeniero Jean Claude Le Michaud d’Arcon; las baterías flotantes.

Sobre este tema convendría recordar que un proyecto muy parecido fue ya presentado en el año 1732, por don Juan de Ochoa, oficial de la Marina, que envió al Marqués de Scotty, para que a su vez lo remitiese a Felipe V y le diera su aprobación. Se trataba de la «barcaza espín» y del «proyectil articulado» o «bala tenaza». Pero hablemos primeramente de la «barcaza espín»: «Esta era un casco de ordinaria capacidad, con ocho cañones por banda y otros tantos remos cada uno colocado entre porta y porta y provisto de espolones de hierro, uno de superior tamaño en la proa y ocho a cada costado precisamente debajo de los cañones. Tenía una especie de tinglado formado por grandes portas de que se componía la cubierta, completándose este blindaje con otras portas que cerraban por la popa y por la proa de dicha cubierta. El autor aconsejaba que, de hacerse el casco exprofeso, se fabricase lo suficientemente fuerte para resistir el peso de los cañones y que se cubriera luego «con planchas de hierro de un dedo de grosura» a partir de la misma quilla; y advertía, por último, que abriendo las cubiertas y arbolando el casco podía navegarse con la barcaza por donde coviniere. La «barcaza espín» es el fundamento de las baterías flotantes ensayadas contra Gibraltar por D’Arcon, cincuenta y dos años después, de desastroso resultado por haberse prescindido de las planchas de hierro que proponía Ochoa». La «bala-tenaza» era un proyectil que incorporaba en él dos mitades de una bala de cañón, conectada entre sí por medio de dos barras de secciones triangulares que se unían a su vez con una bisagra. Era como si se tratara de unos alicates o cortafríos que podían abrirse y cerrarse. Para preparar este dispositivo para su utilización se acoplaban los dos ejes unidos por la bisagra por medio de dos medios cilindros de madera, que se ataban a su vez fuertemente sobre las dos secciones triangulares con una cuerda. En tales condiciones, este proyectil peculiar se podía cargar en el cañón en forma similar a la de un proyectil normal. Al realizar el disparo la cuerda se quemaba, los semicilindros de madera se desprendían y las dos mitades unidas por las bisagras se abrían y giraban. Los bordes de este disparo giratorio, al ser triangulares, actuaban como una cuchilla y podían cortar fácilmente el mástil de un barco, las cuerdas o cualquier otra cosa que se encontrase en su camino y producir verdaderos destrozos en las velas. Disparado a corta distancia contra un grupo de hombres formados, e incluso contra caballos, sus efectos, como bien cabe imaginar tendrían que ser enormes. Realmente, el principio básico en que se fundamenta este instrumento resultaba similar al de la «bala-cadena», ya utilizada por los españoles en sus tiros sobre la guarnición del día 3 de mayo de 1727. Las «balas de palanqueta» y «balas encadenadas» para batir la arboladura de los buques, ya se conocían en el siglo XVII, lo mismo que las «balas de puntas de diamantes», las «balas rasas», las «balas rojas», «polladas», «carcasas» y «balas de iluminación».

      Hasta aquí hemos relacionado en síntesis los diferentes proyectos para la toma de Gibraltar, como el uso de algunos tipos de bombas y balas utilizadas por la artillería de todos los países, para ya concretarnos en los preparativos e inicio del tercer o gran sitio de Gibraltar. Pues mientras el General Mendoza fue Gobernador del Campo de San Roque, no se disparó un solo tiro por ninguna de las partes contrincantes, aunque la guerra ya se había declarado el 16 de julio de 1779, pero en cuanto dicho general fue sustituido por el Teniente General don Martín Álvarez de Sotomayor y la flota del Almirante don Antonio Barceló entraba en la Bahía de Algeciras, daba comienzo oficialmente el asedio o bloqueo de la plaza de Gibraltar. En esta ocasión Álvarez de Sotomayor ordenó al jefe del fuerte de Santa Bárbara que disparase un cañonazo, como aviso de que se rompían las hostilidades entre La Línea y Gibraltar. Correspondiendo a este aviso, los cañones de Gibraltar que no habían disparado desde el sitio de 1727, abrieron un nutrido fuego hacia el Norte, pero como ...«Los primeros disparos de nuestras baterías cayeron muy lejos de las líneas españolas, tuvimos que elevar el tiro considerablemente». Durante ese día y su noche se dispararon quinientos tiros y granadas, y esto ocurrió durante dos meses, salvo el fuego ocasional que se hacía desde el Fuerte de San Felipe, contra los barcos o navíos británicos que se acercaban demasiado a dicho fuerte.

Con el General don Martín Álvarez de Sotomayor, llegaron a San Roque los Generales don Ladislao Habor, el Marqués de la Torre y el Conde de Revillagigado, al mando de doce escuadrones de caballería, entre ellos cuatro de Dragones que mandaba el Marqués de Arellano, mil artilleros, cuatro batallones de infantería, dos de Guardias Españolas y otros de Guardias Walonas, más otras fuerzas sacadas de los regimientos de «América», «Aragón», «Cataluña», «Guadalajara», «Soria» y «Saboya». La artillería la dirigía don Rudesino de Telly y los Marqueses de Montehermoso de Zayas y Torremanzanal y la infantería la mandaba el Mariscal de Campo y Mayor General de Infantería, don Antonio Oliver, estableciendo sus campamentos en la falda de Sierra Carbonera y cortijos de Benalife y Buenavista. Entre los meses de julio a septiembre de 1779 no ocurren acontecimientos dignos de mención entre ambos contendientes, pero si aumentan las fuerzas en el campamento español, que en el mes de octubre ya ascienden a 14.000 hombres, que son alojados en barracones de madera levantados para ellos y protegerlos de las inclemencias del tiempo. Los batallones de infantería y escuadrones de caballería realizan ejercicios y entrenamientos, pero sin emprender ninguna acción ofensiva. Por otra parte, los trabajos de fortificaciones y emplazamientos de cañones y morteros en el istmo prosiguen sin interrupción. Todo parecía una táctica de sitio, pero en realidad se trataba de un bloqueo, aunque el fin fuera idéntico, rendir la plaza por hambre, interceptar los suministros por mar, para lo cual la escuadra del Almirante Barceló se encontraba en la Bahía de Algeciras. Pero pese a tan gran cantidad de fuerzas españolas de infantería y caballería desplegada ante Gibraltar, este sitio de 1779 era más bien un duelo de artillería entre cañones navales y terrestres, pues el Peñón con su predisposición natural, reunía las disposiciones ideales para el emplazamiento de cañones, que desde sus cumbres y ángulos laterales podían batir eficazmente con sus fuegos las posiciones españolas abajo en el istmo y el contorno costero.

También en ese mes de octubre se establecieron en Jimena de la Frontera y a un cuarto de legua de San Roque, dos fábricas de bombas y cañones, una cerca del pueblo sobre el río Hozgarganta y otra en las riberas del Guadiaro, en tierras lindantes con la dehesa de la Herradura. La primera llegó a funcionar y prestó grandes servicios a las necesidades del sitio, pero la segunda fue abandonada antes de inaugurarse después de haberse gastado tres millones de reales en su construcción. Al parecer estas fundiciones de bombas y cañones en Jimena, deben estar muy relacionadas con una carta y plano que se conservan en el Archivo General de Simancas, cuyo texto en francés dice lo siguiente: «Bessein de l’établissement que les Srs. Drustet Poitecin offrent de construirse auprés du village de Ximena en Adalouzie, pour la fonte de canons en ferret leur forage» (S.F.). Coetes, 2 octubre 1757. Escala de 85 mm. los 12 toises... Tinta negra. Con  explicación, 477 x 326 mms.».

Mientras tanto, el bloqueo se mantenía en vigor y aunque la posibilidad de un asalto era inminente, las trincheras y caminos cubiertos avanzaban en zig-zag protegidas por obras blindadas acercándose mucho a la base del Peñón, con la idea tal vez de echar faginas al foso de Puerta de Tierra y penetrar en la plaza por esta brecha. Por lo que se desprende de los informes obtenidos por los servicios de información de la época, el 4 de octubre de 1779, la guarnición de Gibraltar contaba para su defensa con las siguientes dotaciones de hombres y cañones:

GUARNICION

Ingleses .......................................................................................................................  3.026
Genoveses voluntarios ...............................................................................................  200
Artilleros  .......................................................................................................................  400
Hannoverianos............................................................................................ …….          1.184
Judíos .......................................................................................................................... ...  500
                                                                                                                      5.310
En hospitales ..................................................................................................................  410

Total efectivos ..................................................................... •.............................        5.720

ARTILLERIA

                                                                               CAÑONES MORTEROS

En la Puerta de Tierra y sus         avenidas.......................                            120              22
En la montaña.....................................................................                                 84                18
En los lienzos de murallas y Punta de Europa (Todos marinos)...........       203                6

Total bocas de fuego                                                                               407             46


ALMACENES

«Número componentes de cañones, morteros, cureñas y afustes para respeto y abundantísimas municiones y armas de todas especies».
«Harina para cinco meses, aunque alguna de ésta, con gusanos, empezada a dañarse. Legumbres de toda especie para ocho meses, vino, aguardiente, licores, la mayor parte procedente de las presas que hicieron por igual tiempo».
«Agua abundantísima, aun antes de las lluvias que se han experimentado».
«Leña suficiente para seis meses, y con la mira de economizarla se han deshecho varios barcos inútiles y se distribuyen al común».
«Cebada y paja para los caballos de los jefes, la precisa y el poco ganado de tiro que se ha conservado».
«Se distribuyen diez onzas diarias de pan, ocho de carne salada, doce de menestra por plaza, y no hay carne fresca ni aun para los enfermos, exceptuando la poca que facilita alguna entrada extraordinaria. Desde el bloqueo no ha entrado más que una embarcación holandesa, que dejó arroz y menestras y lo poco que han llevado de Tetuán a Tánger».
«Los ingleses permanecen muy alentados y en ánimos de sostener al Gobierno hasta el último extremo, y, al contrario, los Hannoverianos no cesan de manifestar su disgusto».
«Los judíos imitan a los ingleses y los genoveses ofrecen poca esperanza. Parece furor el empeño con que trabajan para colocar nuevas baterías en las avenidas de la Puerta de Tierra y muralla que sigue al Muelle Viejo».
«Desde que principiaron el fuego hasta el presente día, han construido una porción considerable de barracas en la Punta de Europa, con las cuales forman una especie de población que se deja inferir que es para abrigarse en el caso de ser sorprendidos y atacados».

El día 12 se septiembre, la artillería inglesa abre nuevamente fuego contra las líneas españolas desde las baterías de «Green», «Lodge», «Willis», «Queen Charlotte». En aquel amanecer del día 12 de septiembre de 1779, la señora Skinner, esposa de un oficial de la Compañía de Artificieros Militares, fue llevada a una nueva batería montada a 900 pies de altura, donde la esperaba el propio Gobernador de Gibraltar, General Elliot. En su presencia se le explicó cómo se disparaba un cañón y acto seguido se le entregó una mecha encendida, indicándole que la arrimara al oído de un cañón de 24 libras y que aplicara la llama en cuanto le dieran la orden. En aquel momento el Gobernador se quitó la gorra y exclamó las siguientes palabras a los presentes: «Ingleses dad en el blanco». Acto seguido la señora Skinner aplicó la llama al orificio del arma y el primer cañonazo retumbó en el espacio, al que siguieron todas las demás baterías de la roca. Ante tan terrible bombardeo de los cañones ingleses, era lógico esperar una furiosa réplica de las baterías españolas, pero ante el asombro general, estas solamente respondieron con varias andanadas, pero al observar Elliot que las granadas enemigas caían sobre el empedrado de las calles, mandó levantarlo y derribar las agujas de las torres y todo aquello que pudiera servir de punto de mira. Esta medida era una práctica corriente en las ciudades sitiadas desde el siglo XVI.

Al iniciarse el bloqueo de Gibraltar en julio de 1779, las fuerzas navales de Barceló las formaban un navío, tres fragatas y goletas, pero poco tiempo después estas fueron reforzadas con un navío más ocho jabaques y 32 galeotas. En realidad, podemos decir que el arma más eficaz empleada por Barceló, contra la plaza fueron las lanchas cañoneras.

«La primera vez que se vieron —escribe en un informe el Capitán Sayer—, nos causaron risa; pero no pasó mucho tiempo sin que se reconociera que constituían el enemigo más temible que hasta entonces se había presentado, porque atacaban de noche y empleando las más pequeñas, eran imposible alcanzar su diminuto bulto. Noche tras noche, enviaban sus proyectiles por todos los lugares de la plaza, obligando mudarse a los vecinos, sin dejarles un momento de reposo. Este bombardeo nocturno fatigaba a los soldados más que el servicio de día». Las lanchas cañoneras de Barceló llegaron a ser tan mortíferas, que el Gobernador Elliot para contrarrestar su eficacia mandó formar dos bergantines y dos pontones armados de cinco piezas de grueso calibre, los cuales, protegidos por el fuego de las murallas, lograsen impedir su destructora acción, con grave perjuicio para el vecindario. Estas cañoneras inglesas las mandaba el Capitán Curtís.

En enero de 1781, la flotilla de lanchas cañoneras crecía a impulso de un ininterrumpido trabajo. Ni por un solo momento cesaba el martilleo en los varaderos de Palmones y Guadarranque; así el 18 de ese mismo mes y año, mientras en la plaza se celebraba con fiestas el aniversario de la victoriosa entrada de Rodney en la Bahía, frente a esta ciudad de Algeciras, renacida de entre los escombros de su pasado, hacían pruebas con las bombarderas, de las que el alto mando quedó satisfecho y Barceló deseoso de emplearlas en su estrategia náutica. Una acción llevada a cabo por las lanchas cañoneras fue contra el navío «Panther», tres fragatas y cuatro goletas fondeadas en el Muelle Nuevo, que el almirante Rodney había dejado para la defensa de la plaza. El almirante Barceló concibió el plan de incendiar aquellas naves. Las lanchas cañoneras les harían frente mientras navíos de línea, mandados por él ocuparían la boca de la Bahía cortándole la huida. AI mismo tiempo el General Sotomayor distraería la atención de la plaza bombardeándola desde el istmo. A punto el plan, acometieron las lanchas a la fragata «Enterprise»; pero vigilante su Capitán Lesly abrió fuego sobre ellas hundiendo algunas y obligando a las otras a retirarse a Algeciras. Puede decirse que esta fue la única acción digna de mención en aquellos meses.

Sobre la personalidad y justa fama militar del Almirante don Antonio Barceló, los datos biográficos recogidos en este capítulo dicen lo siguiente: Antonio Barceló Pont de la Torre, nació en Palma de Mallorca el 31 de diciembre de 1716, hijo de Onofre Barceló y de Francisca Pont de la Torre. Una familia de ascendencia marinera, curtida en la lucha contra los piratas berberiscos. En ese ambiente marinero creció Antonio Barceló y aprende la profesión navegando junto a su padre en el barco Correo de Barcelona a Palma. Y aunque el no haber cursado estudios representaba un serio obstáculo para su carrera de marino, ello no impide que por una Real Orden de 1735, se le nombre patrón del jabeque-correo de Mallorca. A los 18 años de edad consigue el título oficial de Piloto 3.° de los mares de Europa. Así cuando tenía 22 años, el buque donde él servía fue atacado por dos galeotas berberiscas, cuando prestaba un servicio de transporte de tropa. Su valerosa decisión logró poner en fuga a los barcos piratas y salvar a las tropas que transportaba. Esta acción le vale que el gobierno lo recompense y por Real Despacho de 6 de noviembre de 1738, se le concede el grado de Alférez de Fragata de la Real Armada de Carlos III. En 1749 y después de numerosos servicios, es ascendido a Teniente de Fragata con carácter honorífico. En 1769 por sus hazañas contra los piratas berberiscos alcanza el grado de Capitán de Navío y una pensión vitalicia de 12.000 reales anuales. Seis años más tarde, en 1775, Barceló interviene en la desgraciada expedición a Argel, ya con el grado de Brigadier y por su importante intervención en la protección del reembarque de las tropas le vale la estima y la fama entre los altos mandos de la Armada. Cuando se establece el bloqueo de Gibraltar, en 1779, Barceló ya contaba 63 años, siendo el más viejo de los jefes navales españoles que también intervinieron en el mismo, como Córdoba, que tenía 59 años, y Lángara, 44. Por ello, cuando Barceló interviene en el citado bloqueo, ya viene precedido de una justa fama como marino intrépido y glorioso, como se demuestra por la leyenda popular. A Barceló se le llamaba en muchas partes, tal vez por corrupción de la palabra Marceló y del que existen varios dichos: «Pasar más aventuras que Barceló por la mar». «Ser más valiente que Barceló por la mar». «Ser más conocido que Barceló por la mar». Las referidas expresiones aluden, qué duda cabe, al mallorquín don Antonio Barceló, que se hizo famoso a mitad de su siglo por las persecuciones que llevó a cabo contra los corsarios moros que infestaban las costas de España. Barceló era al terror de los piratas. Sus memorables hechos llegaron a oídos de Carlos III, el cual lo recompensó nombrándole, en 1762, Comandante de los Reales Jabeques. Entonces persiguió incesantemente a los moros, de tal suerte que en 1769 había hecho prisionero al famoso Sahim, con más de mil seiscientos piratas, echando además a pique o apresando diecinueve buques y liberando a muchísimos cautivos cristianos. Su lema era: «A la mar voy; mis hechos dirán quién soy». Al fin de sus días fue víctima de la injusticia y falleció el 30 de enero de 1797. Barceló, de simple grumete llegó a Jefe de Escuadra de la Real Armada de Carlos III. Sus proezas en el sitio de Gibraltar quedaron inmortalizadas, por la musa popular, en esta copla:

«Si el Rey de España tuviera
cuatro como Barceló.
Gibraltar fuera de España
que de los ingleses, no».

En Andalucía, el vulgo dice Barselón en vez de Barceló. Y una copla andaluza, que cita Montoto en paquete de cartas, convierte en pirata a Barselón, dice así:

«Tengo que pasarme al moro
y tengo de renegar;
tengo de ser más pirata
que Barselón por la mar».



Continuará .........




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